sábado, 27 de abril de 2013

NO NECESITAS AL HOMBRE DEL TIEMPO PARA SABER EN QUÉ DIRECCIÓN SOPLA EL VIENTO.


Estoy seguro de que os ha pasado. Estás muy concentrado en un tema determinado, y de repente el mundo parece conspirar a favor tuyo, como si se moviera en tu misma dirección y a tu misma velocidad. Algunos lo llamarán serendipia, otros lo entenderán incluso como un fenómeno místico, y aún otros, los «racionales», dirán probablemente que solo se trata de tu percepción: si estás pensando mucho sobre algo concreto –un tema de investigación, un trabajo, una persona, etc.–, tienes más posibilidades de que sucedan «casualidades» que tienen que ver con tu tema: te llegan documentos sobre tu tema «sin haberlos pedido», te topas inesperadamente con esa persona en un lugar donde no se te hubiera ocurrido encontrarla, etc., simplemente por una cuestión de tu percepción del mundo en ese momento. Qué estás mirando, en qué te fijas, a qué prestas atención. ¿O no?

La respuesta a esa pregunta no importa ahora, y en todo caso estamos muy lejos de responderla, suponiendo que lo hagamos algún día. El caso es que a veces suceden esas sincronías. En estos meses he estado leyendo sobre varios sucesos que tuvieron lugar en la sociedad estadounidense durante los sesenta y primeros setenta, documentándome para dos textos sobre cómic. El primero ya está publicado y podéis leerlo en el libro de ensayos Supercómic. Mutaciones de la novela gráfica contemporánea; el segundo texto lo envié hace unas semanas y hablaré de él más adelante, tal vez cuando se haya publicado. En ambos casos me encontré revisando el periodo más turbulento de la historia reciente de Estados Unidos, una época de contracultura, contestación y lucha social.


Dibujo de Gil Kane (1971)
Para mi ensayo en Supercómic repasé algunos hechos que conmocionaron a la sociedad estadounidense en esa época porque generaron ecos de ficción en los comic books norteamericanos, que de eso iba básicamente mi artículo. Por un lado, el tema del consumo juvenil de drogas en la célebre «trilogía de las drogas» de The Amazing Spider-Man (episodios 96, 97 y 98, publicados en la primavera de 1971), realizada por Stan Lee, Gil Kane y otros dibujantes, y famosa sobre todo por haberse publicado sin obtener la aprobación del Comics Code Authority. Una saga que, tras la buena recepción que tuvo en medios generales, precipitó la revisión de un código de autocensura escrito originalmente en 1954 para flexibilizarlo a los nuevos tiempos. La portada del primer número de esa historia, ahí arriba, es una de mis favoritas de todos los tiempos, una obra maestra de Gil Kane tanto por la calidad del dibujo y la composición como por el ambiente de la época que capturó. El cartel que señala el cruce de calles nos indica que estamos en pleno East Village neoyorquino, que a finales de los sesenta se había convertido en el centro de la contracultura de esa década en Nueva York. Un joven negro vestido a la moda hippie tendido en el suelo, dos policías con uniforme de verano, un grupo de curiosos espantados –la mayoría, señores respetables vestidos como dios manda– y el superfreak Spiderman que escapa de la autoridad mientras es señalado por ella –la luz de la farola se convierte tras pasar por el colorista en un foco– como responsable del desaguisado. Spiderman siempre pareció un supervillano por su uniforme y su emblema arácnido, y Stan Lee, Steve Ditko y los dibujantes que le sustituyeron llevaron esa ambigüedad todo lo lejos que pudieron. En realidad, cuando abríamos y leíamos el tebeo, descubríamos que Spiderman era el héroe que había salvado al chaval negro de una muerte segura tras saltar de un edificio en pleno trip psicodélico. Lee era muy consciente del grado de identificación de sus jóvenes lectores con Spiderman y explotó a fondo su condición de héroe juvenil marginado y perseguido, un bueno confundido como malo por el mundo adulto que incluía tanto a las autoridades como a la prensa, el cuarto poder.


Dibujo de Gil Kane (1971)
Por otro lado, también revisé el motín de la prisión de Attica, motivado por las demandas de mejores condiciones de vida y precipitado por la muerte de varios presos por disparos de los guardas, entre ellos el activista negro George Jackson –miembro del partido de los Panteras Negras y uno de los líderes del movimiento de presos– en la prisión de San Quintin. La revuelta de Attica, que terminó en una matanza cuando la Guardia Nacional tomó el penal, tuvo lugar en el mundo real en septiembre de 1971, tan solo un par de meses después de que Spiderman (justo en el episodio que siguió a la trilogía de las drogas, Amazing #99) fuera testigo en las viñetas de un motín de presos y denunciara  en la televisión las condiciones en que vivían. En Tarde de perros (1975), el inexperto ladrón de bancos que encarnaba Al Pacino –la película de Sidney Lumet estaba basada en hechos reales ocurridos en 1972– arengaba a la multitud que se arremolinaba frente a la oficina bancaria que había secuestrado al grito de «¡Attica, ¡Attica!», ganándose inmediatamente la simpatía de los curiosos. La gente corriente prefería al ladrón en vez de a la policía que rodeaba el congreso, digo, el banco. La escena resultaba más cómica que trágica en el filme, pero sobre todo venía a recordarnos el grado de rechazo popular a la autoridad que existía por entonces. Mucha gente, y desde luego tratándose de jóvenes, no usaba la palabra policías sino el «sinónimo» de la época, pigs, todo un resumen del legado que había dejado la contracultura de los sesenta.

En mi texto para Supercómic también mencioné otros sucesos que resonaron en las viñetas de superhéroes del periodo. Cuando al guionista Steve Englehart le encargaron en 1972 escribir la serie del Capitán América no le estaban haciendo un favor precisamente: la colección del superhéroe patriótico vendía tan poco que estaba a punto de cancelarse. Sean Howe recoge declaraciones de Englehart en su libro Marvel. The Untold Story (que se acaba de traducir en España) muy reveladoras sobre el sentir de su audiencia. En pleno apogeo del movimiento contra la Guerra de Vietnam, gran parte de los lectores naturales de la Marvel de entonces, jóvenes concienciados, muchos de ellos universitarios y activistas, se avergonzaban de un personaje que lucía en el pecho la bandera americana. El Capitán América era otro de los pigs, un héroe que representaba algunas de las cosas que más odiaban esos jóvenes: un gobierno presidido por Nixon; un gobierno imperialista que bombardeaba con napalm un país asiático lejano, pequeño y pobre. Englehart, objetor de conciencia declarado, le dio rápidamente un vuelco al asunto reescribiendo el pasado del Capitán América para borrar sus elementos ideológicos más inconvenientes para la sensibilidad del momento. De paso, convirtió a la colección en una de las más vendidas de Marvel. En 1974, dos años después de que estallara el escándalo Watergate, Englehart volvía a ganarse las simpatías de su propia multitud de curiosos dando a entender en una viñeta que el misterioso líder de una conspiración para controlar los hilos del país era el mismísimo presidente. No te digo nada y te lo digo todo. Un «misterioso» líder que además se pegaba un tiro para no ser capturado por el Capitán América. Apenas tres meses después de publicarse el episodio, en el mundo real tenía lugar la primera (y única) dimisión de un presidente en la historia de Estados Unidos.


El misterioso Número Uno en Captain America 175 (1974),
Steve Englehart y Sal Buscema (tintas de Vince Colleta)

PAINT IT BLACK. Para el otro artículo al que me he referido antes he tenido que documentarme, por razones que ahora no vienen al caso, sobre el tratamiento de los héroes negros en el comic book norteamericano. El superhéroe barcelonés Absence, también conocido como Daniel Ausente, tiene un libro estupendo sobre héroes y heroínas negras en la ficción popular, Black Super Power, que he tenido el placer de leer con motivo de ese artículo junto a otros textos como los de Adilifu Nama, especialista en el tema. Precisamente hace unos días Santiago García dedicó una breve entrada a un objeto no identificado que aterrizó en los cómics Marvel en julio de 1966 (fecha de portada), anunciado en los tebeos del mes anterior como un nuevo y misterioso «villano».


«Su símbolo es la "Pantera
Negra", que representa
el coraje, la determinación
y la libertad».
Panfleto del LCFO (1966)
Me refiero por supuesto a Pantera Negra, el primer superhéroe negro del comic book mainstream, creado por Stan Lee y Jack Kirby en la serie Fantastic Four muy pocos meses antes de la fundación del Black Panther Party. Una aparente casualidad que obedece, primero, a que la imagen de la pantera negra evocaba previamente el orgullo afroamericano durante la década que marcó el giro crucial en el campo de los derechos civiles, y, segundo, al hecho particular de que tanto Lee y Kirby como el Black Panther Party se inspiraron en la pantera negra que usaba como logotipo un partido anterior, el pacifista Lowndes County Freedom Organization (LCFO), liderado por el activista negro Stokely Carmichael en la muy racista Alabama. Sean Howe explica en su libro sobre Marvel que no mucho antes de que se mandara a imprenta el episodio de Los 4 Fantásticos con la primera aparición de la Pantera Negra se había publicado un artículo en el New York Times sobre el LCFO de Carmichael; poco después Lee y Kirby habían cambiado el nombre de su personaje, creado con anterioridad pero mantenido en el congelador: The Coal Tiger, el Tigre Carbón, pasó a llamarse Black Panther. Sin comentarios. Hubo más cambios significativos que denotan lo mucho que se pensaron el tema en Marvel antes de lanzar al personaje: por ejemplo, en la primera versión de la portada que dibujó Kirby para  ese número se veía parte del rostro negro del nuevo héroe, cubierto luego por completo en la portada definitiva por la que pasó a la historia del tebeo americano, aquí debajo. Podemos imaginar por otra parte la gracia que les haría luego a los responsables de Marvel compartir el nombre de su superhéroe africano con el de un partido como el de los Panteras Negras.



Si tenemos en cuenta que el primer superhéroe, Superman, había aparecido en 1938, escribe Daniel Ausente en Black Super Powertres décadas de «super supremacía caucasiana son, desde luego, una buena muestra de segregacionismo pulp» (38). Hasta 1966 los personajes negros del comic book solían quedar relegados a meras comparsas de héroes blancos; basta tener en mente que All-Negro Comics (junio 1947), un tebeo escrito y dibujado íntegramente por autores afroamericanos y protagonizado por héroes negros, no pasó del primer número, y no vamos a recordar ahora por enésima vez el papel habitual de Ebony en el Spirit de Will Eisner. Por contraste, The Black Panther era el poderoso monarca de una nación africana ficticia, Wakanda, un reino utópico de tecnología futurista emancipado de las estructuras de explotación capitalista blanca que funcionaba como «una representación idealizada de los revolucionarios negros del movimiento anticolonialista» enraizado en los cincuenta, según la lectura que hace Adilifu Nama (137) de T'Challa y su peculiar Shangri-La africana high tech. Howe apunta por su lado (Marvel. The Untold Story, 86) el interés de Kirby por combinar tecnologías futuristas con antiguas civilizaciones en sus tebeos, que entroncaba con las especulaciones de Jacques Bergier en los sesenta sobre supuestas visitas alienígenas a nuestro planeta en tiempos remotos, ideas que ganarían visibilidad con el  2001 de Kubrick y C. Clark y los recuerdos del futuro de von Däniken.

Dos negros le cubren las espaldas al blanco.
Captain America (and the Falcon) nº 171 (1974), 
portada de John Romita con tintas de Tony Mortellaro


Luke Cage, Hero for Hire nº 1
(junio 1972), Archie Goodwin y
George Tuska
(tintas del afroamericano
Billy Graham)  
A la Pantera negra de Marvel le siguió en 1969 el Halcón, el primer superhéroe afroamericano, una réplica negra del Capitán América que en la práctica operaba como un compañero subordinado del superhéroe patriótico blanco. El Halcón trabajaba en su identidad civil como trabajador social en Harlem, un afroamericano de clase media que apoyaba los derechos civiles pero rechazaba el separatismo negro (y por tanto, podía sobreentenderse, también las tácticas de confrontación de movimientos como el Black Panther Party). Su posición moderada e integradora le llevó a ser visto en las viñetas de Captain America (and The Falcon, subtítulo añadido en la época) como un «Uncle Tom» por su novia y sus «hermanos» más radicales, un poco como le pasó al actor Sidney Poitier tras su encasillamiento en ese tipo de personajes, cuyos rasgos por cierto recordaban sospechosamente a los que solían dibujarle por entonces a Sam Wilson/el Halcón. Tanto este último como los posteriores superhéroes afroamericanos Luke Cage (1972) –el primero en protagonizar una colección propia, un negro de clase baja de Harlem–, Black Goliath (1975) y su contrapartida en DC Comics, Black Lightning (1977), tomaron claves narrativas de las fórmulas del cine blaxploitation del periodo, jugando con «clichés excéntricos del gueto» expuestos como la «experiencia negra» (Nama, 139). Por supuesto, la intención era ganarse al público afroamericano, máxime en una época de enorme malestar entre dicha minoría, pero los resultados comerciales fueron discretos en el mejor de los casos. Es significativo que en el terreno negro se llevara el gato al agua una superheroína que apareció en los relanzados X-Men, la mutante de orígenes africanos Tormenta (1975), a la que no es descabellado ver como un equivalente femenino de la Pantera Negra cuya popularidad, sin embargo, ha superado con creces a la de todos sus compadres negros masculinos. Aunque no deberíamos sacar conclusiones precipitadas sobre cuestiones de género de ese hecho, teniendo en cuenta que el público de estos tebeos era –y es– masculino por abrumadora mayoría.


Para entender el fenómeno Ororo (Tormenta) en toda su dimensión, una imagen vale más que mil palabras. De su primera aparición en X-Men Giant-Size 1 (1975), por Len Wein y Dave Cockrum (colores de Glynis Wein)
Misty Knight y su beso interracial en Marvel Team-Up nº 64 (1977), 
Chris Claremont y John Byrne (tintas y colores de Dave Hunt)
No puedo terminar este apunte de color sin aludir a otra heroína negra de Marvel, Misty Knight (1975), aunque no pasara de ser un personaje secundario en los tebeos protagonizados por tíos (habitualmente, en los del mencionado Luke Cage y el rubio Iron Fist, quien haría pareja interracial con Misty). Knight era una ex policía, ahora detective privado, que lucía peinado afro a lo Angela Davis y un brazo biónico que sustituyó al que perdió en un atentado terrorista; su personalidad como mujer de acción sexualmente activa la emparenta –indica Absence en Black Super Power (120)– con chicas duras del cine blaxploitation como Cleopatra Jones y Foxy Brown.

THE WEATHERMEN. En 1960 cerca del 50% de la población estadounidense tenía menos de 18 años. El dato demográfico explica parcialmente la rebelión que protagonizaron los jóvenes durante esa década contra los valores culturales de sus mayores. La generación juvenil de los 60 rechazaba los planteamientos tradicionales sobre cuestiones de sexo, raza, drogas y política internacional de su país; no hace falta insistir en la amplitud del movimiento contra la Guerra de Vietnam, de la que cada vez llegaban más noticias sobre la magnitud de la masacre. No era simple casualidad que en una encuesta de Esquire de 1965 donde los jóvenes eligieron a sus héroes favoritos aparecieran Hulk y Spiderman, situados junto a Bob Dylan y Che Chevara como influyentes iconos revolucionarios de su tiempo. La juventud del periodo se identificaban con los superhéroes Marvel porque eran neuróticos y freaks –como freaks llamaba la buena sociedad a los jóvenes rebeldes de entonces, y éstos a sí mismos con orgullo– que eran tratados como villanos por la sociedad; marginados que sufrían problemas monetarios y existenciales, y que a menudo eran perseguidos por la odiada autoridad.

En ese contexto social florecieron un buen número de organizaciones de izquierda en los campus universitarios de todo el país, integrados en su mayor parte por jóvenes blancos de clase media que rechazaban el Estado desde posiciones marxistas o anarquistas, apoyaban los derechos civiles de las minorías raciales del país y protestaban contra su discriminación. La mayoría de esos movimientos de la llamada «Nueva izquierda» eran no violentos. Otros, como The Weathermen, decidieron pasar a la acción, como hacen los supervillanos de tebeo que quieren arreglar el mundo: empezaron a poner bombas en edificios de instituciones que representaban el establishment político y económico como «símbolos de la injusticia americana», en palabras de su «declaración de estado de guerra» leída en 1970 en una llamada a la radio. No fue poca broma; llegaron a hacer estallar bombas en el Pentágono, en el Capitolio y en dos edificios del Departamento de Prisiones, entre otras, estas últimas como represalia por la muerte del preso negro George Jackson y la posterior matanza de Attica. También ayudaron a escapar de prisión al psicodélico Timothy Leary, «el hombre más peligroso de América» según Nixon, encarcelado por llevar dos colillas de marihuana. La auténtica «trilogía de las drogas» prosiguió cuando los Weathermen sacaron a Leary del país rumbo a Argelia.

The Weathermen eran jóvenes revolucionarios blancos, estudiantes universitarios que básicamente se hartaron de comprobar que las protestas pacíficas no estaban cambiando la política de su país, en particular respecto a la invasión de Vietnam. En el ambiente del periodo creyeron realmente que la revolución era inminente. A nivel global, mundial. Tomaron su decisión de recurrir a la violencia, afirmaron, después de asistir a la muerte de sucesivos activistas por las balas de la autoridad, particularmente tras el asesinato a manos de la policía del afroamericano Fred Hampton –por entonces uno de los líderes más prominentes del Black Panther Party– y su compañero de partido Mark Clark en diciembre de 1969, mientras dormían en su casa. Hampton, sedado por los barbitúricos que había echado en su bebida un infiltrado del FBI, murió acribillado en el colchón en el que dormía.


Foto de Paul Sequeira
Como Judas, el confidente de la policía que traicionó a Hampton terminaría suicidándose. Dos décadas después, William O'Neal, que así se llamaba el infiltrado en los Panteras Negras, admitió en una entrevista que había delatado la ubicación del apartamento de Hampton y facilitado el ataque de la policía. Pocos meses después de eso O'Neal salió a la calle de madrugada y corrió en dirección a un coche que venía por la carretera.

The Weathermen surgieron en 1969 como una facción radical del movimiento no violento Students for a Democratic Society. Tomaron su nombre de la letra de Subterranean Homesick Blues, de Bob Dylan, «You don’t need a weatherman to know which way the wind blows». Rebautizados The Weather Underground cuando pasaron a vivir en la clandestinidad, el grupo siguió activo durante los setenta, como otros grupos violentos de la extrema izquierda en Europa. A diferencia de estos últimos, las únicas víctimas mortales de los atentados de Weather Underground fueron tres de sus propios miembros, muertos accidentalmente mientras preparaban una bomba. Después de eso decidieron planear los atentados para no causar víctimas. Acosados por el programa de contraespionaje del FBI y agotados de vivir ocultos, el grupo comenzó a dispersarse, retirarse o entregarse a la policía. Como sucedió con otros movimientos de la contracultura previa, el fin de la Guerra de Vietnam marcó el inicio de su declive, definitivo para mediados de los setenta. Ya no había un enemigo común contra el que luchar.

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Lo que sigue es un documental sobre The Weather Underground que me he «topado por casualidad», poco después de cerrar mi documentación para los artículos que comentaba arriba sobre el malestar social y los movimientos de liberación de los sesenta en Estados Unidos. La «conexión inesperada» a la que aludía al comienzo de este post ha sido en esta ocasión Andrew, mi profesor de inglés, un treintañero estadounidense que por cierto es buen amante de los comic books, además de la literatura, de la historia de su país y del nuestro. Él es quien nos ha pasado el enlace a este documental dirigido en 2002 por Sam Green y Bill Siegel para que lo veamos y comentemos en clase, junto a algunos apuntes históricos sobre Weather Underground que he manejado igualmente para este post. De repente, sin comerlo ni beberlo, he descubierto fascinado ante la pantalla una gran cantidad de material visual del periodo que no había visto antes; de repente, los sucesos históricos que había leído previamente para mis textos cobraban otra forma en mi cabeza, mucho más concreta, porque el documental refleja como pocas veces recuerdo haber visto el ambiente turbulento de los sesenta y primeros setenta en Estados Unidos. Una época donde no necesitabas al hombre del tiempo para saber en qué dirección soplaba el viento.

The Weather Underground pone sobre la mesa otras cuestiones, éticas y legales, sobre la violencia del poder establecido y la violencia revolucionaria para instaurar un nuevo orden –esta última es la que Benjamin asimiló a su categoría de «violencia mítica»–, e incluso sobre los ciclos vitales de las personas involucradas en semejantes proyectos. No parece casualidad que desde los ochenta para acá se haya erradicado paulatinamente el concepto de violencia en el seno de nuestra cultura –me refiero obviamente a la sociedad civil– hasta el punto de que hoy nos resulta difícil, si no imposible, recordar que los modernos Estados occidentales, las flamantes democracias parlamentarias, no se instauraron precisamente de manera pacífica. Por el contrario, fueron fundados mediante la violencia. Estados Unidos es una república que nació de una revolución armada, igual que la Francia moderna en el contexto de sus propias circunstancias, y hablamos de dos de los principales modelos históricos de los Estados occidentales contemporáneos. Nuestros cimientos políticos reposan literalmente sobre miles de muertos. Las víctimas de una violencia en su día revolucionaria que, una vez que se hizo con el poder, se convirtió en una violencia estatal preservadora de la ley, una ley que había conseguido instaurar por la fuerza; en otras palabras, pasó a ser una violencia conservadora del orden establecido. Por las mismas razones, el documental The Weather Underground plantea implícitamente otro tipo de preguntas, siquiera por comparación con nuestra propia época, nuestro propio malestar y nuestros propios movimientos de protesta contra un sistema que, como aquellos chavales de los sesenta, creemos a punto de derrumbarse.

Sí, hubo un día en el que jóvenes de clase media que estudiaban en la universidad creyeron que podían cambiar el mundo por la fuerza. Debajo de los adoquines, la playa. Parece mentira, ¿verdad? Casi una película de ficción.




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miércoles, 17 de abril de 2013

QUIERO HACER LO MISMO

«Yo me gradué como artista plástica, y cuando empecé a hacer mi trabajo como artista, tenía que ver con la autobiografía. Era pintora y hacía un retrato diario de mis amigos, todos los días venía alguien a mi casa. También tenía un calendario mensual donde escribía y dibujaba todo lo que pasaba en el mes. Gané una residencia artística en Francia, y al llegar, una vecina mía me dijo que mi trabajo tenía mucho que ver con la historieta, porque siempre había narración, una combinación de texto y dibujo. Yo dibujaba y tenía unas libretas que eran como muy mías, nunca me las había tomado como obra artística sino como algo mío. Esta vecina me dijo que tenían que ver mucho con la historieta, pero historieta para mí era otra cosa, eran superhéroes. O sea, leía a Quino, me encantaba Fontanarrosa, de niña había leído algo, pero no sabía mucho de cómic. Y esta vecina me empezó a prestar sus novelas, que eran Jimmy Corrigan, cosas de Julie Doucet… Y yo dije, “¡No puede ser! ¿Por qué me he perdido esto?”. Y me empecé a dar cuenta de que había toda una posibilidad de narración que tenía que ver con dibujo y dije, “Yo quiero hacer exactamente lo mismo”. Siempre quise contar la historia de mi familia de alguna forma y no sabía cómo hacerlo en pintura, y la historieta me daba la posibilidad de contar y narrar la historia».
Powerpaola, entrevistada por Alberto García en Entrecomics

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Blog de la artista

lunes, 15 de abril de 2013

GRAF, GRAFFF



En los foros de Artbox, Koki ha recopilado videos de los stands y las mesas redondas celebradas en el primer Graf, encuentro de cómic de autor y edición independiente. Maravilloso, sobre todo para los que no pudimos ir a Barcelona y asistir en persona a un encuentro que, estoy bastante seguro,  irá a más en próximas ediciones.

(logo del Graf por Gabi Corbera; foto del twitter de Borja Crespo)

El Graf, este sábado a la hora de comer
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Reportaje sobre Graf en Esquire España, por Adriana Herreros

El Graf en Número Cero

domingo, 14 de abril de 2013

NI COGERÉ LAS FLORES, NI TEMERÉ LAS FIERAS


El nuevo disco de Kiko Veneno, un grande de la música pop española, contiene un puñado de buenas canciones que se suman a un repertorio ya muy grande, desde los tiempos del mítico Veneno (1977). Sensación térmica (2013) lleva días acompañándome en casa, mientras trabajo en la mesa de dibujo o frente al ordenador. Estoy especialmente fascinado por la adaptación que ha hecho Kiko del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz en esta malagueña. Ha escogido algunos versos de las primeras estrofas y los ha adaptado ligeramente, lo suficiente para dejar fuera las referencias más expresas –que ya eran ambiguas en el original– al amor de Dios. Enorme. La producción de la canción (el disco lo ha grabado junto a Raül Fernandez) también es sensacional.

Malagueña de San Juan de la Cruz

¿Adónde te escondiste
y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
después de haberme herido.
Salí tras ti clamando
ya te habías ido.

Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas,
ni cogeré las flores
ni temeré las fieras, 
y pasaré los fuertes y fronteras.

¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados,
formaras de repente el rostro deseado 
que tengo en mis entrañas,
en mis entrañas dibujado!

Descubre tu presencia
ni que me maten tu vista y hermosura.
Mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia
la presencia y la figura
la presencia y la figura.

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David Morán reseña el álbum en Rockdelux

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SENSACIÓN TÉRMICA UPDATE

«Los financieros nos dejaron sin gobierno», canta Kiko Veneno en otro de sus grandes momentos en Sensación térmica, una canción titulada Mala suerte.  Noticia de ayer:

sábado, 13 de abril de 2013

MITOS Y REALIDADES DE INTERNET

Un dibujo que hice hace unos meses para ilustrar un texto de opinión de David García Aristegui publicado en la revista Rockdelux. El artículo, «Ciberrealismo. Euforia digital y realismo social», puede leerse aquí

LOS AÑOS SESENTA PARA...

Dos entrevistas de David G. Natal para Número cero que creo merece la pena leer:
«Mi vuelta a España en 1960 fue un regreso al franquismo, pero el país había avanzado, a pesar de Franco y no gracias a él. Fue muy interesante vivir la transición. Pero la verdad es que me sentía desarraigado, porque después de diez años ya no existía el país que dejé... un fenómeno por otro lado muy natural. Me costó volver a incorporarme al mercado laboral y me cuesta todavía. Todo estaba supeditado al dinero, me había acostumbrado a pensar más en lo que hacía que en lo que valía en términos monetarios.  Me aburre el capitalismo y lo inhumano del sistema».
--Jan, creador de Superlópez
«Siempre leí comics durante mi infancia, pero solo en cierto momento fui consciente de que había un artista dibujando esas cosas. Vi un nombre garabateado en uno de mis cómics y estaba molesto por el hecho de que alguien lo hubiera pintarrajeado. Había tenido el cómic bastante tiempo antes de conectar el nombre garabateado con el concepto de la firma de un artista. No me acuerdo de qué comic se trataba. Puede que fuera uno de los primeros de Rawhide Kid con la firma de Jack Kirby. Me encantaban los westerns».
--Eddie Campbell, autor de Alec, Mi libro sobre el dinero o Baco

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Más cómic en Número Cero

jueves, 11 de abril de 2013

EL VECINO en papertoy




Si quieres tener tu propio muñeco, descárgate los jpgs, recorta y pega. Se recomienda imprimir en cartulina o papel grueso, e imprimir las dos páginas para poder pegar el anverso-reverso de las patitas y la capa (no es necesario para el resto del cuerpo), de lo contrario quedarán con el papel en blanco en el reverso. Obviamente en una impresión profesional el recortable podría ir en una sola página, impresa por detrás y por delante, pero en este caso hay que hacer coincidir las dos partes manualmente  (solamente para la capa y las patitas, insisto, para el resto basta montar un solo cuerpo y una sola cabeza; la cabeza montada se pega directamente sobre el cuerpo).

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El vecino en cómic

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Dos visiones de un Titán


(la figura de resina de la derecha fue esculpida con molde por Enrique Millan Almenar)



martes, 9 de abril de 2013

SALVO GRANDES EXCEPCIONES

«Si la música es arte y el arte es fuente de realización personal y social, ¿por qué malviven los músicos? ¿Por qué tienen que hacer otras cosas para sobrevivir? En este punto me haría falta una estadística. Pero nos movemos en un campo subjetivo dirigido por las modas y las estrecheces económicas generales. El arte no es tan bonito como lo pintan. Nunca lo ha sido. Y la música, aun con su vocación universalista, lo es menos que ninguna. Por no hablar del rock, terreno abonado de indolencia y drogadicción. Cosa de adolescentes. Músico, epítome del mero entretenimiento, individuo que se alimenta con los frutos secos que sobran en las fiestas (postre de músico). (Mal)vivir al día, salvo grandes excepciones para lo bueno (Bob Dylan) y para lo malo (Lady Gagá), es lo habitual».
José Manual Caturla, en el número de este mes de Rockdelux. A propósito de Vini Reilly (The Durutti Column), que a sus 59 años ha tenido que acudir a una colecta de fans para sacar dinero.

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The Durutti Column sonaban en el cortometraje Birdboy (2010, dirigido por Pedro Rivero y Alberto Vázquez, basado en la novela gráfica Psiconautas, de Alberto Vázquez)


martes, 2 de abril de 2013

TERROR SAGRADO


Los atentados del 11 de septiembre de 2001 también marcaron una radicalización ideológica de Miller respecto a sus posiciones previas de escepticismo o abierta crítica al patriotismo estadounidense. En 2006, el propio artista admitía expresamente el giro en la radio pública de su país, citando a Benjamin Franklin y la bandera nacional. Miller declaraba que, tras el 11-S,


Por primera vez en mi vida, sé cómo uno se siente al afrontar una amenaza para la existencia. Quieren vernos muertos. De repente me he dado cuenta de qué hablaban mis padres todos estos años.
Ahora ya no creo que el patriotismo sea un invento anticuado y sentimental. Es autoconservación. Creo que el patriotismo es esencial para la supervivencia de una nación[1].

Su Holy Terror (2011) es el fruto de ese giro patriótico, visible ya desde la misma cubierta del cómic, que cita el puñetazo que dio el Capitán América a Hitler en su primera portada de 1941, un enemigo trocado aquí en terrorista islámico[2]. En el interior, lo quiera Miller o no, la historia tiende a tomar la parte por el todo, Al Qaeda por la cultura árabe, a la que el autor identifica desde el marco mental de «choque de civilizaciones» como la nueva gran amenaza para la democracia occidental después del fascismo de la Segunda Guerra Mundial. El superhéroe protagonista de Holy Terror, The Fixer —personaje que toma el nombre remoto de un detective privado que dibujó Miller con quince años en el periódico de su instituto—, es un evidente análogo de Batman del que apenas se han borrado las huellas delatoras. Con la gran diferencia de que, como indica Reynolds, contar una historia con Batman de protagonista es completamente diferente de hacerlo con un personaje nuevo[3]. Sin la carga legendaria que tiene Batman detrás después de siete décadas de aventuras en el cómic, el cine y la televisión, The Fixer es una cifra del que nada sabemos, amén de un sádico que se recrea en su venganza sangrienta contra los terroristas islámicos que han atacado previamente su ciudad. Resulta significativo que Miller conciba su cómic como propaganda deliberada para despertar conciencias occidentales –la obra está dedicada al cineasta holandés Theo Van Gogh, asesinado por islamistas– y combatir sin paños calientes la «amenaza islámica», no ya porque como propaganda Holy Terror es ineficaz sino porque, además, llega muy tarde. Concebida en la primera mitad de la década pasada bajo la inercia del 11-S, el retraso del autor en terminarla –ocupado en el cine y otras tareas– le ha llevado a publicarla en un momento, 2011, en que el terrorismo islámico ha dejado de ser una preocupación prioritaria en el mundo occidental, reconcentrado ahora en las miserias domésticas derivadas del crack financiero de 2008.

Dejando a un lado ahora la cuestiones de calidad artística de la obra, Holy Terror tiene serios problemas para tratar con los temas que aborda. La abstracción alcanzada por Miller después de una década de cómics como Sin City y 300, alegorías morales de intenso tratamiento mítico alejado de todo realismo, parece en principio inoperante para manejar conflictos de la realidad contemporánea tan complejos como los aludidos en Holy Terror. Terry Eagleton ha dedicado un conocido libro a trazar una genealogía del terrorismo desde la antigüedad a nuestros días –que por cierto se titula exactamente igual que el cómic de Miller, aunque Eagleton sí llegara a tiempo al publicarlo en 2005–, en el que el crítico cultural analiza el terrorismo suicida y la mentalidad «sin límites» de la cultura estadounidense. También nos recuerda que, hace siglos, aquello por lo que un gran número de personas occidentales estaban dispuestas a morir era la religión –cosa que obviamente aún sucede hoy en otras regiones del planeta–, pero desde la modernidad el motivo para dar la vida fue cambiado en Occidente por la nación. «El nacionalismo representa una impronta indeleble de trascendencia en un mundo secular», escribe Eagleton[4]. Como Dios, la nación es inmortal, indivisible e invisible, y sin embargo puede merecer nuestro amor y constituir el fundamento del individuo y de su comunidad; como Dios, su existencia también es cuestión de fe colectiva. Si la nación es uno de los sustitutos de Dios en el Occidente laico, Miller está oponiendo en Holy Terror su propia religión a la de los terroristas contra los que clama. En su reacción inmediata al 11-S, cuando el artista participó en un libro colectivo sobre los atentados, estuvo bastante más lúcido: dos sencillas páginas simbólicas donde dibujó una estrella de la bandera estadounidense y una cruz en sendas viñetas. El sucinto texto, una especie de haiku escrito desde su posición atea, decía: «Estoy harto de banderas. Estoy harto de Dios. He visto el poder de la fe»[5], y el dibujo mostraba entonces una silueta de los restos del World Trade Center. El dibujante también criticó en 2003 el fundamentalismo religioso del presidente G. W. Bush, simétrico del islamista, por afirmar ante la ciudadanía que Dios estaba de su lado en la cruzada contra el terror. «Eso es pensamiento medieval»[6], sentenció Miller. A ese fundamentalismo religioso, sin embargo, el autor ha opuesto unos años después un fundamentalismo nacionalista, el mismo que ha conformado Holy Terror.

El verdadero problema de este cómic para lidiar con el tema que pretende abarcar, sin embargo, tiene que ver con su falta de ironía. La ironía que había en obras previas de Miller –la saga Dark Knight y otras– le había permitido enlazar sus universos míticos y alegóricos con la realidad contemporánea a la que aludían. Cuanto más paródico o satírico era Miller, en mejores condiciones se encontraba para abordar el mito con una mirada adecuada a nuestra época descreída. A la vez, su personal tratamiento satírico le permitía destilar «verdades esenciales» sobre temas políticos serios a pesar de tratarlos desde universos de fantasía (su sátira sobre la América de Reagan en el primer Dark Knight, el simulacro mediático del debate democrático a comienzos del siglo XXI en DK2, etc.). Stanley Kubrick contó en su día una paradoja muy elocuente que se dio en la concepción de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964). Según el cineasta, su decisión de convertirla en una comedia negra y grotesca, frente al thriller serio que iba a ser en un principio, había logrado que su película fuese más realista que otras de la época que también tocaron el tema de la guerra nuclear pero lo hicieron con un tratamiento estrictamente dramático, La hora final (1959) y Punto Límite (1964). Películas que «en su intento de ser serias, excluyeron detalles triviales y comportamientos que habrían parecido incongruentes en una situación en la que el fin del mundo fuera inminente»[7]. Como en ese Kubrick, la ironía era la clave que facilitaba a Miller tratar temas políticos contemporáneos y dar una dimensión plural a sus obras, provocadora pero ambivalente, abierta a múltiples lecturas según el perfil cultural e ideológico de cada lector. Sin esa ironía, el paisaje mítico de Holy Terror, que está hecha muy en serio, ha perdido todo contacto con la realidad de la que pretendía hablar para convertirse en un vehículo dogmático que solo puede predicar a los conversos. La obra parece tratada con el objetivismo implacable de un Steve Ditko –el cocreador de Spiderman junto a Stan Lee, recordemos–, historietista que ha dedicado las dos últimas décadas a producir cómics panfletarios sobre su ideario, profundamente deudor de las tesis de Ayn Rand (una de las madres ideológicas del cordero si hablamos del reciente neoliberalismo y la cleptocracia capitalista). En este sentido puede decirse que Holy Terror es un trabajo antagónico a toda la carrera previa de Miller: una obra cerrada, unívoca, en la que no cabe más lectura que la propaganda que pretende transmitir.

Como propaganda, sin embargo, Holy Terror es tan burda y maniquea que resulta francamente difícil de endosar al resabiado público actual; de hecho, la obra ha pasado bastante desapercibida y tampoco ha provocado el «escándalo» que probablemente Miller esperaba. Ya no vivimos en los tiempos de Boinas verdes (1968), de John Wayne, que a su modo también llegó tarde para la sensibilidad de su época. Hoy la propaganda eficaz en asuntos tan espinosos como la guerra sucia contra el terror (sagrado) se encuentra en películas como Zero Dark Thirty: La noche más oscura (2012), de Kathryn Bigelow, que se presenta como un seudocumental sobre la caza de Bin Laden. Frente a la fantasía mítica de Holy Terror, el filme de Bigelow abunda en detalles naturalistas y «verosímiles» para reconstruir aparentemente los hechos reales con «imparcialidad» y «frialdad», incluyendo las torturas inflingidas por agentes de la CIA a los presos islamistas para obtener pistas que les permitieran llegar a la cúpula de Al Qaeda. La realidad es que el guión se ha escrito a partir de la información confidencial que diversos testigos de la CIA han proporcionado, de manera sesgada e interesada a juzgar por el resultado: la estructura del filme parece construida para justificar la actuación de la propia agencia estadounidense, en particular su empleo de la tortura. En el cómic de Miller ese mismo tema se aborda de una manera tan grosera y sádica que solo puede despertar rechazo, salvo en lectores tan radicales como el autor. En la película de Bigelow, todo se dispone para persuadir con disimulo al espectador occidental de que las torturas fueron estrictamente necesarias para alcanzar el «éxito» en la cacería final del (supuesto) Bin Laden; una operación militar secreta –y por supuesto ilegal– en territorio pakistaní que fue bautizada muy significativamente «Gerónimo», revelando que el viejo mito estadounidense de la frontera a colonizar sigue plenamente vigente: los indios son ahora los terroristas islamistas. No deja de ser delirante por otra parte, casi un chiste sacado de una viñeta paródica de los buenos tiempos de Miller, que las imágenes de la operación que Obama y su gabinete contemplaban en directo durante la caza del presunto Bin Laden en mayo de 2011, ocultadas por completo al público –lo único que pudimos ver entonces, significativamente también, fue el rostro de los políticos que las miraban–, se nos «muestren» ahora en una película de Hollywood. El simulacro de Bigelow resulta de este modo muchísimo más sutil y por tanto más eficaz hoy día, y la prueba del algodón la tenemos en las críticas que han aplaudido el filme afirmando cosas como que el guión es «permanentemente creíble» y que no hay «sombra de maniqueísmo ni manipulación»[8] en él. Nadie podría decir algo parecido de Holy Terror, aunque Zero Dark Thirty sea en el fondo tan irreal como el cómic de Miller. La mitificación del filme es «transparente», un troyano que se instala inadvertidamente en la mente del usuario.



[1] Frank Miller, «That Old Piece of Cloth», This I Believe, en NPR.org, 11 de septiembre de 2006, en http://www.npr.org/templates/story/story.php?storyId=5784518.
[2] Lo explica Santiago García en su artículo sobre Holy Terror, «Más líbranos del mal», 3 de octubre de 2011, Mandorla, en http://santiagogarciablog.blogspot.com.es/2011/10/mas-libranos-del-mal.html.
[3] Richard Reynolds, Super Heroes. A Modern Mythology, cit., p. 103.
[4] Terry Eagleton, Terror santo, traducción de Ricardo García Pérez, Barcelona, Debate, 2008 [2005], p. 113.
[5] En el libro colectivo 9-11: Artists Respond. Vol. One, Milwaukie, Dark Horse, 2002, pp. 64-65. El texto citado procede de las dos páginas de Miller.
[6] Miller, en Gary Groth, «Interview Six», en Milo George (ed.), cit., p. 114.
[7] Bill Krohn citando a Kubrick en Stanley Kubrick, traducción de Natalia Ruiz Martínez y Rosa Solà, París, Cahiers du cinéma Sarl, 2010 [2007], p. 43.
[8] Carlos Boyero, «Pasen, escuchen y vean», El País, 4 de enero de 2013, en http://cultura.elpais.com/cultura/2013/01/03/actualidad/1357244254_029340.html.



De arriba a abajo: página de Holy Terror (2011), Frank Miller; las dos páginas de Miller en el volumen colectivo 9-11. Artists respond. Vol. One (2002); fotografía del gabinete de Obama durante la operación de «caza a bin Laden» en 2011 (Pete Souza/The White House); fotograma de Zero Dark Thirty (2012), dirigida por Kathryn Bigelow

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El texto anterior es un extracto del capítulo que he escrito para la antología de ensayos Supercómic. Mutaciones de la novela gráfica contemporánea. Mi ensayo se titula «Dioses y patria. Viñetas políticas en el cómic norteamericano contemporáneo», y en él hablo de política, superhéroes y nacionalismo, previo repaso histórico a los antecedentes de esa temática en el comic book anterior a la explosión de los superhéroes «adultos» de los años ochenta. Como el título indica, me centro en el cómic más reciente, particularmente desde los ochenta hasta 2012, pero quien me conozca ya sabe que nunca hago ascos a una introducción histórica para contextualizar el tema e insertarlo en su correspondiente tradición. Porque Watchmen y The Dark Knight Returns no inventaron al «superhéroe político»; al contrario, ya lo era el modelo original de todos los justicieros disfrazados: el Superman primigenio de 1938 no se dedicaba precisamente a zurrarle a supervillanos de fantasía sino a políticos corruptos y empresarios que se comportaban como gánsteres, un eco de los años amargos de la Gran Depresión. O eso hacía hasta que los editores de National (hoy DC) se dieron cuenta del bombazo comercial que tenían entre manos y decidieron otra cosa, empujando a Jerry Siegel y Joe Shuster a llevar a su Hombre de Acero por derroteros bastante más inofensivos y conservadores del statu quo. La industria cultural y sus productos «populares», es lo que tiene. El extracto que he copiado arriba corresponde al epígrafe titulado «Terror sagrado». En mi ensayo me explayo en general con algunos de los temas que me sugirió Santiago García, el coordinador de Supercómic, precisamente porque conoce bien mis intereses: a saber, ideología y política en el cómic, y en particular el de superhéroes. Y, tirando de ese hilo, fundamentos míticos, filosóficos y legales de los Estados occidentales, mitologías modernas y propaganda mediática. En fin, como ya dije en un post anterior, ha sido un placer y un orgullo colaborar en este libro.

Supercómic lo tenéis ya en librerías y, espero, pronto en bibliotecas. Una antología sobre cómic contemporáneo repleta de textos bastante variados, al menos a mi juicio –ayer me leí precisamente el espléndido ensayo de Daniel Ausente, «La memoria gráfica y las sombras del pasado», que empieza con las «bombas» del tebeo español en Bruguera y acaba con la novela gráfica de los últimos años en España, sin olvidarse de algunos de los «padres» de esta última que hubo en medio de esa transición(Carlos Giménez, Hernández Cava, Boldú). Y anteayer, el de Eloy Fernández Porta, tan perspicaz e irónico como suele, sobre «nueva carne mesetaria». 



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Supercómic. Mutaciones de la novela gráfica contemporánea (2013), coordinado por Santiago García y editado por Errata Naturae, cuenta con textos de Daniel Ausente, David M. Ball, Eddie Campbell, Fernando Castro Flórez, Jordi Costa, Eloy Fernández Porta, Ana Merino, Raúl Minchinela y Óscar Palmer, más una historieta de Max & Mireia Pérez, y una entrevista a Emmanuel Guibert realizada por Alberto García Marcos.

Más información sobre Supercómic, incluyendo el índice completo, en el blog de Santiago. Un avance con la introducción de Santiago, aquí, y el comienzo del ensayo de Óscar Palmer sobre cómic de género negro norteamericano reciente, en su blog Cultura Impopular. Para terminar, enlace a la ficha editorial de Errata Naturae, aquí.